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Berlusconi_Dimisión

Italia es un país fantástico. Sus ciudadanos son orgullosos, capaces, elegantes, divertidos, histriónicos y anárquicos. Pasear por Roma produce tal cantidad de sensaciones que se hace necesario sentarse de vez en cuando a mirar lo que pasa por delante de tus ojos. A observar sus edificios, sus plazas, su cultura, su pasado. Tal vez por todo eso, los italianos han adoptado una actitud ante la vida muy de película, que les ha hecho permanecer indiferentes al drama que se cernía sobre las instituciones que deciden su futuro.

Si hay un país en el que la clase política esté desprestigiada, ese es Italia. El populismo y la demagogia de Silvio Berlusconi hizo el resto. Los ecos del Imperio o el esplendor del Renacimiento quedan muy lejos como para vivir de los réditos. Los italianos pensaban que cuando nada funciona, pocas cosas pueden ir peor. Ya no queda nada que celebrar.

Que Il Cavaliere salga de la primera línea de la política es una magnífica noticia. Para Italia y para todo aquel que tenga dos dedos de frente. Lo preocupante, una vez más, es que la dimisión de Berlusconi y el fin de su mandato no ha sido decidido por los ciudadanos. Los escándalos, la corrupción, los jueces, su mal Gobierno o sus salidas de tono constantes no han sido el detonante (o no el único) de lo que hoy pasa en Roma. ‘Don Silvio’ tiene dinero y recursos. Ha superado a lo largo de su trayectoria política y empresarial cientos de dificultades. Hasta esta semana.

Ahora no lo echan los italianos, que han podido (y debido hacerlo) en multitud de ocasiones. Berlusconi dimite por la presión de los ‘mercados’, ese concepto abstracto que ha llegado para quedarse, y del que hablamos con miedo y reverencia, como sujeto principal de nuestras oraciones. La opción que en estos momentos suena con más fuerza para la era post-Berlusconi es la formación de un Gobierno técnico, y el nombre que se baraja para liderar el nuevo Ejecutivo es el del economista Mario Monti.

Los ejemplos de Grecia o Italia nos demuestran que la presión internacional y las decisiones que se toman en el G-20, el Fondo Monetario Internacional o la Comisión Europea son absolutamente más trascendentes que la opinión de los ciudadanos. Nos dirigimos hacia un puñado de gobiernos dirigidos por tecnócratas que no se han enfrentado a las urnas, sino que han sido puestos a dedo para hacerse cargo del desastre económico al que nos enfrentamos.

Empezamos con la idea de «reformular» el capitalismo, (de la que todavía me estoy riendo), y nos encontramos ahora con que las únicas medidas que se pueden tomar son las de recortar derechos adquiridos y apretar aún más el cinturón de los trabajadores. No hay más remedio, nos dicen. Mientras, ni una dimisión ni un cambio de escenario que impida que los desmanes que produjeron la crisis se vuelvan a repetir. Eso sí, que no se nos olvide que el 20 de noviembre todos los españoles debemos acudir a votar. Y ya podemos elegir bien, que si no, ya lo hará el Banco Central Europeo por nosotros.

Merkel_Papandreu_SarkozyLos griegos están perdidos. Ya no pueden elegir siquiera entre susto o muerte porque las medidas que ha tomado su Gobierno en los últimos meses y los ajustes que deberán acometer para plegarse a las condiciones impuestas por las autoridades económicas y financieras mundiales les han dejado sin aire. Después de un buen puñado de huelgas generales, protestas en las calles y la casi paralización del país, los ciudadanos helenos viven en la mayor de las incertidumbres.

Solemos tirar de metáforas y frases hechas para hablar de la crisis. Una de las más empleadas por los tertulianos y columnistas españoles viene a decir algo así como que los griegos se hicieron trampas jugando al solitario. Se facilitó su entrada en el euro, el maná hace no tanto tiempo, con unas cuentas maquilladas y una deuda no reconocida por el anterior Ejecutivo conservador dirigido por Kostas Karamanlis.

Desde su llegada al poder, Yorgos Papandreu ha tenido que lidiar con una situación ingobernable dentro de su país y con los mandamases del Fondo Monetario Internacional, del G-20 y de la Unión Europea apretando cada vez más fuerte sobre su cuello. Los informativos de todo el planeta abren sus ediciones con cada declaración «sospechosa» del Primer Ministro griego.

Ahora, Papandreu ha tomado la iniciativa y ha dejado en evidencia a los «salvadores» de la economía global. Merkel, Sarkozy, Barroso, Junker o Lagarde, entre otros líderes de poca monta, sufren las consecuencias del órdago griego. Nos dicen que no hay alternativa, que o el rescate o el caos, pero parece evidente que si toda la economía mundial depende de lo que decida un pequeño país en referéndum es que el sistema financiero actual es insostenible.

Papandreu no es inocente. La posibilidad de que se celebre una consulta popular roza la demagogia. Probablemente haya pensado que es mejor dimitir (o que le dimitan) y pasar a la historia como el líder que se enfrentó a los poderosos que no como el político que firmó la sentencia de muerte de la Grecia moderna. De todas formas, su gesto supone un golpe sobre la mesa y quita la careta a las autoridades europeas.

De lo que se está hablando no es del rescate griego, sino de la salvación para los bancos alemanes o franceses, por ejemplo. Es recurrente la necesidad de tranquilizar a los mercados, pero las responsabilidades y la búsqueda de culpables se aplaza constantemente. Nos dirán que no volverá a ocurrir, pero estamos poniendo las bases para años de recortes. Los culpables manejan la situación y nunca tienen suficiente. Tratan a los ciudadanos como verdaderos analfabetos financieros mientras insisten en que la crisis fue un desgraciado accidente.

El poder político ha desaparecido y son los lobbys económicos los que mueven los hilos. Papandreu se inmola, pero con él puede llevarse por delante a muchos. Nos acercamos a los momentos decisivos. Lástima que no se trate de una ficción, porque tiene todos los ingredientes de una buena tragedia griega.

Ayer se cumplió un mes desde que escribí mi último artículo en Ideas Efímeras. Si no me equivoco, es el periodo más largo sin actualizar este blog y me muero de remordimientos.

No ha sido una decisión premeditada. Me he pasado todos los días por aquí, aunque sin la motivación suficiente como para lanzarme a opinar sobre los temas que me interesan. Y todo esto, sorprendentemente, en un momento en el que sobran cuestiones a las que dedicar mi tiempo.

Me sigue interesando la política, aunque no me he ocupado del fin de la campaña electoral y de los no tan sorprendentes resultados en las elecciones autonómicas y municipales del pasado 22 de mayo. Me podría haber ocupado de las «primarias» del PSOE o de la llegada al poder en Cantabria de Ignacio Diego.

Un poco más farragoso pero también interesante hubiera sido comentar la situación de Grecia, un país acosado por la Unión Europea y por un Fondo Monetario Internacional que ha tenido que cambiar de director gerente porque, supuestamente, el «socialista» francés Dominique Strauss Kahn no supo «controlar sus impulsos».

Las movilizaciones ciudadanas que se han producido en España desde el 15-M y que se siguen extendiendo cuentan con mi simpatía y con mi apoyo, de momento, incondicional.

Me preocupa el Racing de Santander, he disfrutado con el sexto Roland Garros para Rafa Nadal y con el segundo Giro de Italia para Alberto Contador. Reconozco que la cuarta Champions League para el Barcelona de Guardiona me motiva un poco menos.

Música, cine, televisión o redes sociales. Ni la mal llamada crisis de los pepinos me ha hecho saltar del sillón para salir de mi ostracismo.

Y lo hago hoy, en la jornada en la que se conoce al nuevo Ejecutivo autonómico de la tierruca y en la que se celebra el Debate sobre el Estado de la Nación porque estoy HARTO de una nueva «moda». Me he cansado de oír hablar de la maldita austeridad.

Y es que esta palabra se ha impuesto en el vocabulario actual. Ahora todo es austero: las tomas de posesión, los gobiernos, las medidas económicas, los discursos, el catering… Hablan tanto de la austeridad que han desgastado el término, lo han vaciado de contenido y se ha convertido en un concepto absolutamente estéril.

Para la RAE, ser austero significa «ajustarse a las normas de la moral, ser sobrio, sencillo y sin ninguna clase de alardes», pero también en el diccionario leemos que la austeridad es «una mortificación de los sentidos y de las pasiones, algo agrio,  áspero al gusto, mortificado y penitente».

Que no nos engañen. La buena administración de los recursos públicos es una obligación para la clase política. Encontrar las soluciones a nuestros problemas y no generarnos más de los que ya tenemos es su trabajo.

No podemos pagar sus errores.