De regreso a casa en el metro, Johan volvió a pensar una vez más en las especiales condiciones de trabajo de los periodistas. Cuando ocurrían los sucesos más terribles, dejaban los sentimientos a un lado y lo primordial era informar.
Predominaba lo profesional, pero no tenía nada que ver con la mentalidad carroñera que algunos les echaban en cara cuando descargaban su ira contra los medios de comunicación.
Johan pensaba que la mayoría de sus colegas, al igual que él, actuaban de este modo movidos por las ganas de informar, sencillamente.
Se trataba de contar lo que había sucedido de la manera más rápida y correcta posible. La responsabilidad de los periodistas era reunir todo el material que pudieran para ofrecer la información más fidedigna.
De vuelta a la redacción, revisaban el material y lo comentaban con el redactor. ¿Qué era relevante emitir y qué no?
Se retiraban las imágenes de los heridos tomadas demasiado cerca, las entrevistas con personas que se encontraban en evidente estado de shock se suprimían, y cualquier cosa que se considerara un atentado contra la integridad se eliminaba.
Cada día surgían nuevas discusiones éticas y detrás de cada reportaje había meticulosas deliberaciones, en especial, en los casos complicados.
Por supuesto, a veces se cometían errores, se difundía un nombre o una imagen que no deberían haberse hecho públicos. Al redactor no siempre le era posible ver los reportajes antes de que se emitieran, porque los márgenes de tiempo eran muy pequeños.
Con todo, la mayoría de la veces las cosas funcionaban debidamente conforme a las normas éticas a las que estaban sujetos los periodistas. Siempre habia algún mal profesional que se pasaba de la raya, claro.
Algunas cadenas de televisión y algunos periódicos habían ido demasiado lejos, pero de momento, sólo eran unos pocos.
Nadie lo ha oído. Mari Jungstedt. Páginas 220 y 221.
¿Realidad o ficción? ¿El mundo ideal? ¿O cómo dicen los títulos de esta saga periodística-poliaca: Nadie lo ha visto, Nadie lo ha oído, Nadie lo conoce?