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Quizá sea un detalle sin importancia, pero sirve como símbolo. La suspensión por primera vez en 12 años de las jornadas de puertas abiertas previstas para los días 3 y 4 de diciembre en el Congreso de los Diputados ejemplifica el alejamiento de la clase política con los ciudadanos. Tal vez sea una anécdota, otra más. Como el hecho de que las obras a las que aluden para trasladar la celebración del Día de la Constitución al Senado hagan plantearse a sus señorías celebrar los plenos en la Cámara Baja los próximos meses sin público. Unas sesiones, por cierto, a las que cada vez es más difícil acceder, y en las que los invitados deben respetar estrictas normas para no ser desalojados. O esas vallas que decoran la Carrera de San Jerónimo desde hace tiempo. Parece que mostrar tu descontento no está bien visto.

Otra situación que entra en el debate político español a menudo y que también nos sirve como ejemplo es el uso de los coches oficiales.  Y no por el motivo habitual. No vamos a resolver los problemas económicos de nuestro país reduciendo la flota de vehículos. Populismo barato, que consigue aplausos de un cierto sector de la población y que transmite una falsa imagen de austeridad. El verdadero problema de esos coches blindados, de esos conductores a su disposición, de esos guardaespaldas como armarios roperos que escoltan a los políticos de turno es que crea un abismo entre ellos y los ciudadanos. Otro más.

Un diputado nacional hacía autocrítica hace unas semanas en una entrevista y aseguraba que los políticos deberían utilizar más el transporte público. Deberían, decía. El verbo es importante en este caso. Una autocrítica relativa, un brindis al sol. No parecía que fuera a poner remedio a corto plazo. Si fueran usuarios habituales de los servicios públicos, sobre los que legislan, tal vez tuvieran más sensibilidad a la hora de practicar recortes o de minimizar el impacto de sus políticas sociales.

Si pisaran más a menudo la calle, si no vivieran en su burbuja, si hablaran de vez en cuando con sus vecinos, si escucharan más y hablaran menos, si no vivieran aislados, quizá pudieran poner freno al descontento social y al desprestigio de las instituciones que reflejan las encuestas. Luego ya sabemos que llegan las campañas electorales y es habitual encontrarse con el candidato de turno repartiendo propaganda en el mercado, en la panadería o en la plaza del pueblo. Sobre todo, si hay un fotógrafo cerca. Eso no cuenta, no es creíble. Nuestros políticos están sordos y ciegos. Mudos no.

Artículo publicado en Vía52.

Faltan poco más de 24 horas para que acabe la campaña electoral más mediocre que recuerdo. A falta de dinero que comprometer en promesas, los partidos políticos hegemónicos han demostrado también una ausencia total de proyecto. En el peor momento, la clase política se ha quedado sin ideas.

Por suerte, la sociedad no ha dicho todavía su última palabra. La movilización ciudadana que se ha producido a partir de la manifestación del pasado 15 de mayo exigiendo ‘Democracia Real Ya’, y que tiene a los descontentos, a los cabreados, a los indignados, a los parados, a los estudiantes, a los jubilados, a los pensionistas, a los desahuciados, a los hombres y mujeres de nuestro país tomando las calles y las plazas públicas, supone un cambio radical en nuestro panorama.

Por fin protestamos. Exigimos responsabilidades. Gritamos contra las injusticias. Tanto hablar de la primavera árabe, y mira tú por dónde: Tenemos nuestra propia revolución.

Los políticos de uno y otro partido no lo ven, no lo entienden. Los medios de comunicación van a rebufo. Les hemos estropeado sus magníficos informativos dedicados a la propaganda electoral. Los tertulianos dicen una tontería más grande a cada minuto que pasa.

Acusan al movimiento que ha surgido estos días de falta de propuestas. Se vuelven a equivocar una vez más pero, yo pregunto: ¿Qué medidas han tomado los ayuntamientos, las comunidades autónomas, el Gobierno central, la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional o el G-20? ¡Cómo no vamos a estar cabreados!

No se dan cuenta de que esto no tiene nada que ver con sus elecciones. Quieren que nos vayamos a casa, a reflexionar, castigados. Eso sí, quieren que el domingo vayamos todos a las urnas a cumplir con «nuestro deber como ciudadanos».

Y nuestro deber como ciudadanos está ahora en la calle. Que no nos engañen, que no se aprovechen. Estamos haciendo historia y lo saben. Tal vez no seamos demasiados todavía, tal vez estemos desorganizados, tal vez se nos vaya de las manos, pero hay que intentarlo. Ahora o nunca.


Primero trataron de silenciarnos, de minimizar nuestro impacto. Luego nos trataron con condescendencia. Ahora, asustados, quieren prohibirnos.

La Junta Electoral Central dirá misa. A mi me da igual. Si quiero salir a la calle y hablar con mis amigos, lo haré. Si quiero protestar, también. Es sintomático que consideren que la petición del voto responsable a que se hace referencia en las concentraciones pueda afectar en la campaña electoral. Opinan que influye en la libertad del derecho de los ciudadanos al ejercicio del voto.

Recuerdo que se trata de concentraciones pacíficas. Nos toman por tontos. No se pueden publicar encuestas en la última semana, cualquier acto es propenso a ser anulado por «parcial», y ahora, no quieren que nos reunamos. La Constitución sirve de poco en estos casos.

Yo propongo a la Junta Electoral Central que establezca quince  jornadas de reflexión y un día de campaña, para variar. Los mítines están llenos de convencidos que rinden pleitesía a sus líderes, que se rompen las manos a aplaudir y que vuelven a casa con el merchandising de su partido favorito. Menos mítines, mayor austeridad. ¿No se trataba de eso?

Las propuestas, el debate y la política están en la calle. Y hasta que no lo entiendan, seguiremos ahí, protestando.